Las dos muertes de Lazarus White

Lazarus White murió a las doce menos cinco en la mesa de operaciones cuando acababan de implantarle un marcapasos. El brillante, tozudo y muy pagado de sí mismo doctor Godhead logró devolverlo a la vida tras 40 minutos de maniobras de resucitación, que le dieron una contractura de la que tardó 2 semanas en recuperarse y un prestigio del que nunca se desprendió. Lazarus estuvo 2 semanas en la UCI y 1 semana más en planta y volvió a su casa sin ningún tipo aparente de secuelas.
Pero no estaba bien. Se quejaba constantemente de frío y de rigidez en los músculos. Se pasaba las horas dormitando en una silla, completamente inmóvil, la mirada fija en un punto lejano. Su familia, asustada, lo sacudía para comprobar que seguía vivo: él se movía apenas lo mínimo, murmuraba alguna palabra y volvía a su estado de semi catatonia. Pasaba el día del sillón a la cama, comía cuando le obligaban a hacerlo, no hacía ningún tipo de actividad, no hablaba con nadie y nunca sonreía. Cuando se acercaban a él los demás sentían una extaña desazón, un escalofrío como el que dicen se sienten ante los fantasmas, por lo que todos trataban de evitarle.
Después de una peregrinación por todos los médicos de la región, cuatro años después su desesperada familia localizó al Doctor Godhead, que se había trasladado a una ciudad más importante y ocupaba un puesto acorde a su valía y ambición. Se estaba covirtiendo en uno de los más reputados especialistas del corazón, y entre sus compañeros y pacientes era tan admirado por su competencia como odiado por su arrogancia. Y aunque Lazarus formaba parte de un pasado que tenía superado por completo, aceptó consultarle: al fin y al cabo, era su obra. Era su resucitado.
Lazarus entró en la consulta acompañado de su esposa e hijo. El doctor Godhead levantó la vista de la maraña de papeles y sonrió satisfecho al ver el buen aspecto externo que tenía. Parecía que iba a incorporarse y decir algo pero Lazarus salió de su letargo y en una fracción de segundo se puso detrás del doctor y, cogiendo un abrecartas, lo degolló con un corte certero y limpio. Sin apenas dar tiempo a pestañar a sus asombrados familiares, y sonriendo satisfecho dijo, al tiempo que se clavaba el abrecartas en el corazón:
- No debiste hacerme volver.