La máquina y la verdad

Mi madre cosía en casa, y se pasaba el día atrincherada detrás de la máquina de coser. La recuerdo siempre atenta a la costura, parando sólo cuando el dolor de espalda se le hacía insoportable; entonces se estiraba y miraba durante unos minutos por la ventana, sin decir nada, los ojos entrecerrados y la mano crispada apoyada en el alféizar. La abuela entonces le traía un té o un café con cereales, y a veces la miraba y entreabría la boca, como si le fuera a decir algo. Pero si alguna vez lo hacía era para preguntarle qué quería de cenar, o contarle el último chisme que había oído en el mercado. Mi madre hacía algún pequeño comentario o sonreía levemente, pero pronto levantaba la barbilla, un gesto que yo conocía bien y que era como el interruptor que la volvía a poner en marcha, a ella y a la máquina de coser.
Cuando venía del colegio yo me sentaba en la mesa camilla a su lado, merendaba y hacía los deberes, y las dos pasábamos la tarde oyendo en la radio programas de canciones dedicadas por amantes padres y esposos para sus seres queridos en el día de su onomástica, o cumpleaños. Pero a las dos nos gustaba sobre todo Elena Francis,y cuando empezaba el programa mi madre parecía coser con menos ímpetu y yo dejaba las cuentas y redacciones y me limitaba a hacer caligrafía o pequeños dibujos para adornar mi libreta de limpio. La abuela, en cambio, lo odiaba, y dejaba la calceta o el ganchillo y se iba a la cocina, a veces refunfuñando, a hacer que preparaba la cena pero sobre todo a escapar de historias que le quemaban por dentro.
Nosotras la escuchábamos embelesadas, sin hacer comentarios, aunque mamá ponía las caras apropiadas para cada ocasión, de pena, de rabia, tristeza o compasión.
Un día, la historia que contaban se hizo tan familiar que incluso mi abuela vino de la cocina para oírla. Hablaba de un hombre que se había casado y tenido un hijo, pero al poco de nacer se había marchado con otra mujer.Nada demasiado original, lo sé, pero algo en la forma de contarlo hizo que la abuela y mamá se intercambiaran una larga y triste mirada, hasta que la abuela, siempre a punto de decir algo pero siempre sin hacerlo, se retiró a su terreno, mascullando el consabido "todos los hombres son iguales". Mamá se inclinó hacia mí, y sobre la maternalmente falsa voz de la Doctora Francis, me susurró: "tu padre no era así, él nos quería, ella lo engatusó y él no supo decir no". Mientras sus labios me decían esas palabras tan trilladas sus ojos hablaban del dolor de alguien que sabía que estaba diciéndose una mentira, una mentira que era como una nana para acunar la pena y la rabia de una mujer engañada´desde el primer momento, abandonada sin ninguna posiblidad de poder rehacer su vida, y, por encima de todo, decepcionada de sí misma por seguir enamorada de su canalla particular. Y cuando estaba a punto de llorar, movió otra vez la cabeza y se pusieron en marcha, ella y su máquina, su corazón.

Noche de Reyes

Eran ya las once cuando Belén por fin pudo cerrar la peluquería. Todavía se veía alguna gente en las tiendas, por la calle, acarreando bolsas presurosos, más agobiados que felices, haciendo cálculos mentales acerca de los regalos que faltaban, quién se le estaba olvidando y qué podrían comprarles. Belén no tenía ese problema, así que se dirigió a la parada del autobús y se sentó, al borde del desmayo. Le dolían los pies, la espalda, la cabeza le estallaba y las varices parecían a punto de reventar; tenía 50 años, toda una vida de trabajo y un cansancio y una soledad infinitas. Y esa noche, con la sien apoyada en la marquesina, sentía que no podía más.
Había seis o siete personas más esperando el autobús, y todos parecían sentir más o menos lo mismo que ella. Se preguntó por qué alguna gente venía al mundo, y miró instintivamente al cielo. Y de pronto vio una luz brillante, la más brillante que había visto nunca que efectuó una rápida y limpia parábola y se dirigió directamente hacia ella. Le alcanzó en el centro del pecho e hizo que cayera fulminada en la acera. Los otros pasajeros, horrorizados, tardaron unos segundos en reaccionar, y ella se quedó un instante ajena a todo, sólo sintiendo como el resplandor recorría su cuerpo y se incrustaba en todas y cada una de sus células. Se sintió bien, se sintió fantásticamente bien, y se levantó de un salto para asombro de las personas que la rodeaban.Sonrió alegremente a todos, les aseguró mil veces que no necesitaba un médico, y se subió al autobús llena de una fuerza que probablemente nunca llegó a tener.
Una vez en su casa, se miró al espejo y comprobó que su piel resplandecía como el oro.Sus marcas de cansancio y la mayoría de sus arrugas se habían borrado y se dio cuenta de que por primera vez en muchos años no sentía ningún tipo de dolor. Buscó la botella de vino que había guardado cuando todavía pensaba que el futuro traería motivos para celebrar y se sirvió una copa. La bebió a pequeños sorbos en el alféizar de la ventana, mirando con esperanza hacia el cielo, hasta que de pronto la volvió a ver: era ella, su estrella, la estrella de Belén, así que comprendió que, finalmente, le había llegado la hora de alcanzarla.