El perro de Pavlov

En este enlace pueden leer como la hija de Pavlov expía los pecados de su padre, conocido torturador de perros, y se dedica a salvar animalitos. Y yo inmediatamente me acordé del caso de Alberto, que era un simpático bebé al que un profesor de psicología de Harvard llamado Watson utilizó para sus experimentos. Al bueno de Albertito, que no temía a las ratas ni a los conejos ni a las máscaras de peluche ni mucho menos a un abrigo de piel blanco, le asustaban con un fuerte ruído cada vez que le mostraban la rata. Al cabo de un tiempo no sólo le apavoraban las ratas, sino también los conejos, las máscaras y los abrigos. El desgraciado del profesor, que por encima se llenó de gloria, no descondicionó al niño, que me imagino de mayor vagó por el mundo huyendo de todo lo que tuviera una pelusa blanca. O, me temo, se hizo psicokiller y se dedicó a matar animales peluditos, mujeres con abrigos y alegres disfrazados carnavaleros.

¡Larra, vuelve!

Hoy, La Voz de Galicia en su sección Hechos y Figuras, presentaba la siguiente noticia: Carlos y Camilla decoran su árbol con los niños de un orfanato. Naturalmente, no los utilizaron como adornos, a modo de bolas navideñas, entre otras cosas porque los huérfanos no suelen ser muy lucidos, sino que los niños ayudaron a decorar el árbol de la feliz pareja. La redacción de toda la noticia es tan confusa y desprende un aire tan antiguo que la edición digital de La Voz la eliminó, pero yo no quiero que ustedes se queden sin leer al menos una parte: Carlos y Camilla estuvieron durante cerca de una hora charlando y bromeando con los niños. Uno de los chicos entregó una tarjeta navideña, hecha por él mismo, al príncipe y un ramo de rosas rojas a su esposa, que llevaba una falda de color crema con ribete de terciopelo azul.. Es evidente que la periodista no tenía un buen día. Y, si quieren que les sea sincera, yo tampoco me siento demasiado bien.

¡Quién me manda a mí meterme en obras!

Había pedido un presupuesto a una conocida, para hacer unas reformas en el local donde voy a poner mi ya famosa tienda, y por diversos motivos, decidí no hacer la obra con su empresa. Aunque ya me temía que iba a ser un momento incómodo, su respuesta me superó: fue bastante desagradable, y yo me pasé la conversación con las orejas gachas, excusándome por optar por la opción que más me convenía. Me sentí culpable (a pesar de que, insisto, sólo pedí un presupuesto), y sé que a partir de hoy he ganado una enemiga sin yo haber hecho nada malo. Así que, queridos, aprendan de mi experiencia, y nunca mezclen negocios y amigos, pues van a perder siempre, dinero o amistad. O paciencia. O dignidad. O todo junto.