El piano de los López-Serrano

Generación tras generación los López-Serrano fueron recibiendo el piano de cola como herencia, junto con el piso y el abanico de encaje de la tatatatarabuela Edelvina. Y generación tras generación los López –Serrano odiaron aquél enorme piano que un día fue blanco, con incrustraciones de pan de oro, un artefacto al que únicamente la antigüedad daba valor, pues nunca había sido ni bello ni útil. Pero los López-Serrano lo soportaban a pesar de que, por su descomunal tamaño y fealdad reinaba en el salón con tal tiranía que quien las visitas solían correr hacia la ventana , necesitadas repentinamente de un poco de aire que sentían les faltaba en aquella habitación.
Los López-Serrano fueron legándose, además de piano, piso y abanico, la idea de que, si lograban conservar el piano el tiempo suficiente, podrían venderlo por una pequeña fortuna, pues creían con muy buen criterio que la gente valoraría el hecho de que nadie durante siglos hubiera hecho una fogata con él. Y así fueron soportando la presencia de aquel engendro, con tácticas sutiles como no entrar en la habitación, o mirar al techo si no había más remedio que hacerlo, o , algo más imaginativo que había ideado el bisabuelo Enrique, rodearlo de plantas para suavizar su impacto; sin embargo, hubo que quitarlas cuando un experto opinó que la humedad y el oxígeno que necesitaban las plantas tal vez afectara el buen estado del instrumento. Así que hubo que volver a desviar la vista y simplemente rodearlo con unos cordones de terciopelo, para evitar acercarse a él más de los estrictamente necesario. Nadie que hubiera entrado en aquel piso halló extraño que la familia hiciera su vida común en la cocina, y que la sala permaneciese a oscuras y con la puerta cerrada con llave.
Hasta que por fin llegó el momento justo: el mercado de pianos antiguos había experimentado un auge singular en las últimas semanas, alcanzando unos precios que justificaban tantos siglos de sufrimiento, así que el padre López-Serrano, para alivio de toda la familia, se puso en contacto con una casa de subastas. Esta envió a un experto de cierta edad, a quien hubo que asomar a la ventana debido a un feroz ataque de asma del que más tarde tuvo que internarse. El buen hombre estimó que, efectivamente, la edad del piano pesaba considerablemente más que su horrible aspecto, y lo tasó en una suma que hizo a los López- Serrano considerar que incluso había valido la pena tanto sacrificio. Se convino que una empresa de transporte especializada vendría a buscarlo al día siguiente, y , mientras el pobre tasador iba camino al hospital, la familia decidió celebrarlo con una pequeña fiesta. En la cocina, naturalmente.
A las nueve de la mañana siguiente dos fornidos operarios y un atildado encargado vinieron a buscar el artefacto; los tres dieron un respingo al verlo, pero, deseosos de acabar cuanto antes, se pusieron en seguida manos a la obra. Los dos hombretones situados cada uno a un lado del piano, intentaron levantarlo con mucho cuidado, como les insistía el encargado. Nada. El piano no se movió ni un milímetro. El hombrecito les instó a que usaran más fuerza, pero ni así. El padre López- Serrano les ofreció su ayuda. Se sumó el hijo. La madre. Después la abuela, el niño pequeño e incluso el jefecillo arrimó su hombro, pero fue imposible arrancarlo. Utilizaron un gato hidráulico. Alguien sugirió que tal vez se hubiera fijado al suelo con algún producto en tiempos pasados, y buscaron disolvente, que al principio se aplicó con gran delicadeza y después sin reparo, produciendo grandes desconchones en la pintura de las patas. Pero no había manera de mover aquella mole. Después de horas de esfuerzos, de utilizar poleas, polipastros, una grúa hidráulica, de decenas de consultas con expertos, decidieron sacrificar las patas y utilizar una sierra de mano. Como no hicieron ni una muesca en la madera, apelaron a una sierra eléctrica. También a un soplete. Y al final , tras las maldiciones, incluso rezaron un rosario y lo rociaron con agua bendita. Y a las diez de la noche, después de todo un día de denodados esfuerzos, un ejército de transportistas, carpinteros, fontaneros, herreros, encargado, cura y familia se rindió sin condiciones. Los extraños se marcharon cabizbajos aunque felices de abandonar por fin aquel salón, y la familia López-Serrano cerró cuidadosamente la puerta y se fue a la cocina, a beber algo fuerte que les hiciera olvidar ese día tan nefasto.