Vida, calvicie y matemáticas

Estaba perdiendo el pelo, y eso le preocupaba. Cada mañana, ante el espejo, veía los claros de su cabeza y le parecía que podría contar los cabellos que le caían cada día si se parara a hacerlo. También se daba cuenta de que su barriga era cada vez mayor a pesar de la dieta continua a la que se (casi) sometía. Las arrugas… bueno, eso podía aceptarlo, pero su cara estaba cada vez más flácida y le daba un aspecto de perro pachón que le entristecía.
Y se acordaba de ella constantemente. Eso era lo peor. Se había ido de su vida con el mismo sigilo con el que había entrado; de hecho, sus amigos no sabían nada de ella porque, claro, una timba o la bodega no eran los lugares más propicios para comentar esas cosas. Naturalmente que hablaban de mujeres pero sus nombres solían ir seguidos de medidas y cantidades, algo más propio del libro Guinness que de lo que él tenía en la cabeza. Porque él no sabía ni su peso ni su estatura pero sabía muy bien que su forma encajaba perfectamente con su cuerpo, y podía dibujar su perfil con un movimiento de su mano, que tanto lo había recorrido. Y eso que en realidad se estaba olvidando de detalles: no recordaba su fecha de nacimiento, ni siquiera el número de veces que habían hecho el amor, aunque con un poco de esfuerzo podría contarlas porque tampoco habían sido tantas. Ya casi no recordaba el color de sus ojos,a pesar de que su mirada le perseguía en cada paso que daba.
Había decidido comprarse un coche; el que tenía no estaba muy mal, pero se imaginaba estrenando uno, el olor a nuevo, las puertas sin rayazos, las tapicerías impecables. Así que pasaba mucho tiempo mirando en Internet distintos modelos. Podría dar clases acerca de los revoluciones, los centímetros cúbicos, velocidades máximas, litros por kilómetro, caballos... y siempre que llegaba a este dato se imaginaba galopando a lomos de un corcel por una playa inmensa, pese a que no había montado en su vida y ni siquiera sabía si era legal cabalgar por arenas tan blancas. Se preguntaba cuánto costaría un caballo, y en cuánto tiempo se podría aprender a montarlo, y dónde habría una playa tan bonita y desierta como la que él veía en su mente. Sobre todo se preguntaba si a ella le gustaría ir con él en la grupa, abrazada a su cuerpo, susurrándole al oído lo mucho que le quería. Tras unos segundos de abstracción, volvía a la página para averiguar cuántos watios de potencia tenía la radio.
Con esos afanes y las horas de la oficina pasaba los días. Por la noche preparaba una cena ligera, por aquello de sumar las menos calorías posibles al cómputo del día, veía una horita o dos la tele o leía tres páginas de un libro que había empezado miles de veces, que al ritmo que iba terminaría en un par de años, hasta que se quedaba dormido, contando ovejas y esperando sin esperanza volver a oír su respiración acompasada. A las seis y media en punto sonaba el despertador, se giraba y veía su lado vacío.Inmediatamente se levantaba,iba al baño y se miraba en el espejo para comprobar, abatido, que definitivamente se estaba quedando calvo.