El día en que me morí

Era un día de finales de septiembre, sorprendentemente caluroso. Habíamos comprado un ordenador para el trabajo y, como la tienda estaba de camino a mi casa, salí antes para ir a buscarlo. Ya estaba casi en la esquina de mi edificio, deseando llegar, sudorosa después de un trayecto de subida de casi 45 minutos cargando con un ordenador llamado portátil pero que pesaba como un condenado. De repente sentí un fortísimo dolor en el pecho, una especie de fogonazo tan intenso que me hizo pensar: así que esto es morirse. Pero no vi el túnel, ni la luz al final, ni demonitos que me esperaban tridentes en ristre, ni, por supuesto, angelotes revoloteando a mi alrededor; sólo gente mirando indignada hacia arriba. Y es que alguien estaba tirando cosas a la calle, y a mí alcanzó un cochecito de metal.
Esta experiencia que a punto estuvo de ser mística y se quedó en ridícula, si bien no dio más sentido a mi vida al menos me aportó el dudoso honor de ser una de las pocas personas a la que le cayó un autobús encima y vive para contarlo. Y tan campante, oiga.