El invierno de nuestro descontento

Me has dicho que tu perro murió, ya hace un tiempo. Me he quedado helada, no sé por qué. Porque no lo había visto más que una vez ¿te acuerdas? Fuimos a la playa. Era un día frío y soleado de invierno, quedamos para pasear por la arena y lo trajiste para que jugara. Sabes que no me gustan los perros, pero el tuyo me cayó bien al instante. No sé, tenía una cara simpática, y parecía buena gente. Estuvimos correteando al borde del agua, de vez en cuando le tiraba un palo y él me lo traía. Si yo estaba distraída hablando contigo, él se paraba y me miraba muy serio y paciente, esperando que yo recogiese el palo y le acariciase, diciéndole lo listo que era; entonces inclinaba la cabeza,modesto, y esperaba otra oportunidad de demostarme que mis elegios los merecía plenamente. Cuando nos sentamos después de una larga hora de paseo y charla, con las chaquetas cubriéndonos por completo y con la respiración humeante, se puso a investigar los alrededores, y de vez en cuando nos traía algún tesoro recién descubierto: una madera finamente labrada por el oleaje, un pedazo de flotador, una cadena oxidada y un cristal brillante y hermoso como un diamante. Este me lo puso directamente en el regazo, y por la cara con que lo miraste no me quedó más remedio que dártelo, a pesar de que me hubiese gustado quedármelo.
Pero de aquella tarde en la playa sólo conservé el recuerdo, ni una foto que pueda dar una ligera idea de la belleza de aquel atardecer, con un sol como pintado a placer sobre un cielo de atrezzo. Tú ya ni vives aquí, ni casi te acuerdas de lo que era esa vida de paseos por la arena, las conversaciones sobre todo y nada, las cervezas en una terraza hasta que las manos no respondían por el frío, y las miradas confiadas. Y por encima hoy me cuentas que tu perro se murió. Y yo no he podido parar de llorar desde entonces, para tu desconcierto y el mío.